“Andaos con cuidado, hay un tío en la Costa Oeste que os va a devorar”, le dijo supuestamente Charlie Parker a Dizzy Gillespie en 1952. Se refería al trompetista Chet Baker. Parker lo eligió, como muchas veces contaba el propio Chet, para una serie de conciertos que iba a ofrecer en Los Ángeles. Había nacido una estrella.
Me resulta difícil describir el sonido de Chet Baker: lírico, romántico, suave, místico, magnético… Chet no quería saber nada del sonido que imperaba en mundo del jazz de la época, el hard bop y su anarquismo y complejidad, una música que sólo apreciaban los muy entendidos. Chet disfrutaba con la improvisación, creaba melodías delicadas y minimalistas. Si faltaba una nota, la canción entera se desmoronaba. Su toque característico con la trompeta, al igual que su voz suave sonaba como un lamento melancólico con el que te envuelves en una tristeza reconfortante.
Durante la última semana, he estado totalmente obsesionado con él. He visto el documental de Bruce Weber “Let’s get lost”, la película “Born to be Blue” con Ethan Hawke, me he leído la biografía “Deep in a dream”, de James Gavin, de casi 600 páginas y me he comprado dos discos del trompetista. Siempre me había gustado, desde que escuché su “Chet Baker Sings”, pero ahora mismo me siento totalmente seducido por su música y su personaje.
Chet Baker nació durante la Gran Depresión y se crio en Oklahoma en una familia humilde, con una madre sobreprotectora y un padre que no mostraba prácticamente ningún afecto por su hijo. Chesney Baker padre fue un músico frustrado que le compró una trompeta a Chetty cuando era niño, aunque según Chet, nunca le enseñó a tocarla. Chet Baker aprendió de forma autodidacta, sin tener ni idea de teoría musical, a base de repetir melodías que escuchaba en la radio. Tenía un don, era capaz desde pequeño de tocar la trompeta de forma natural, creando melodías precisas a oído. Esta cualidad unida a un enorme atractivo físico le hizo convertirse en un James Dean underground cuya pose cool inspiraría décadas después a toda una generación de actores de Hollywood, como Brad Pitt, Leonardo Di Caprio o Jonny Deep.
Baker lo tenía todo para triunfar, un don con la trompeta, su voz etérea, su belleza natural y una estudiada pose cool sobre el escenario que hacía derretirse a hombres y mujeres. Llegó a ser considerado el trompetista número uno del momento según las encuestas de la revista Down Beat, por delante de Miles Davis o Dizzy Gillespie; e incluso el segundo mejor vocalista, sólo por detrás de Nat King Cole. Sin embargo, para Chet era más importante el reconocimiento que siempre le negaban los artistas negros de la Costa Este. Admiraba profundamente a Miles Davis, pero esa admiración no era mutua. Los músicos de jazz neoyorquinos consideraban el Cool Jazz (o West Coast Jazz) como una versión almibarada y carente de profundidad, en comparación con el turbulento Jazz que se tocaba en la Costa Este.
En realidad, a pesar de su fanfarronería, Chet Baker era muy inseguro y tenía una personalidad manipuladora, egoísta y narcisista, como relatan las mujeres que le acompañaron en su vida y muchos de sus amigos. Estuvo casado cuatro veces y se le conocen muchas más amantes. Tuvo cuatro hijos con los que nunca sintió apego y si hay una palabra que define sus relaciones familiares, ésta es ausencia. Constantemente de gira, viajó por Estados Unidos, Europa y Asia, teniendo un enorme éxito y popularidad en Italia, Francia y Alemania (aunque durante un tiempo tuvo la entrada a estos países prohibida).
Como muchos músicos de la época, Chet se hizo adicto a la heroína. La muerte de su alma gemela y compañero de banda Dick Twardzik por sobredosis en París durante su primera gira Europea en 1955 fue un punto de inflexión en su relación con las drogas. Desde entonces, la heroína se convirtió en el sentido de su existencia, el todo alrededor del cual giraba su vida.
Desde finales de los años cincuenta, estuvo alternando épocas de sobriedad en las que parecía que volvía a brillar, con etapas de adicción extrema, en las que dedicaba todo el tiempo que no estaba tocando a buscar heroína o algún sucedáneo para inyectarse. Todo ese sentimiento de culpa por la muerte de Twardzik, por su familia totalmente desatendida, su inseguridad en el escenario y la ansiedad brutal que le producía el síndrome de abstinencia se evaporaban cuando llenaba sus venas de caballo. Cuando estaba enganchado sólo tenía una cosa de qué preocuparse: conseguir más heroína. Y con la heroína llegaron los ingresos en prisión y en clínicas de desintoxicación; el sacar dinero a todos sus amigos, conocidos y amantes; el robar, mendigar o empeñar todo lo que podía transformarse en dinero, hasta su propia trompeta. Si Chet te llamaba, era para pedirte pasta. En aquellas épocas turbias, Baker tocaba para poder pincharse, su música era de una calidad discutible y su vida se convirtió en una pesadilla, para él y para todos los que le rodeaban.
Sin embargo su talento era tan inmenso y su transmitía tanta sensibilidad sobre el escenario en sus momentos de lucidez, que siempre tuvo oportunidades para resurgir. No se rendía, ni siquiera cuando le rompieron todos los dientes en una paliza a mediados de los sesenta (probablemente por problemas con algún camello al que había engañado). Tuvo que trabajar en una gasolinera mientras aprendía otra vez a tocar con la dentadura postiza, refugiado en su Yale (Oklahoma) natal. Pero se repuso y volvió a triunfar. Una y otra vez. Era un puto genio. Era Chet Baker.
Chet vivía a todo gas, haciendo equilibrios para compaginar relaciones con diferentes mujeres al mismo tiempo, sus adicciones, sus giras, su afición a los coches caros, que normalmente ni podía permitirse (y que conducía siempre como un loco pero con los reflejos de un piloto de carreras). Despertaba en sus parejas una especie de sentimiento maternal hacia el niño desvalido que llevaba dentro. Porque Chet era un salvaje, un niño grande, un rebelde sin causa y tenía un talento que hipnotizaba a todo el mundo.
En sus últimos años, en la década de los 80, tras una vida en continua lucha contra su afán autodestructivo, se dio por vencido y asumió que nunca iba a dejar de ser un yonki. No volvió a intentar rehabilitarse. Acompañado de Diana Vavra, su último gran amor, de sus últimos amigos y ayudado por las muletas de la metadona, siguió girando y tocando, mostrando siempre una sensibilidad extraordinaria en el escenario, manteniendo su voz suave, su toque mágico y único. Sin embargo, su plano personal seguía siendo un desastre. Cuando Carol, la madre de tres de sus hijos, le comunicó a través de un productor, que su hijo Dean había sido atropellado por un camión y se encontraba grave en el hospital, Chet ni siquiera se dignó a llamar a casa para preocuparse por él. En esos momentos era más fácil evadirse en la heroína o los speedballs (cocaína y heroína) que afrontar la situación. Me cuesta asimilar cómo una persona que creaba una música tan sensible y delicada podía ser a la vez tan egoísta con las personas que le rodeaban. Era a la vez el Dr Jekyll y Mr Hide.
Chet siguió tocando y drogándose, drogándose y tocando hasta que murió en Amsterdam el 13 de mayo de 1988 con 58 años al tirarse por la ventana del hotel en el que se alojaba, dejando al mundo del jazz sin su chico malo con voz de ángel.
Su sonido era único, puro, sin artificios, creo que su música es la definición perfecta del jazz, la belleza creada desde la improvisación, la sencillez y el talento, las notas flotando en el aire y desapareciendo, la voz emergiendo desde el dolor extremo con una delicadeza y finura sobrecogedoras.
Pero por encima de su música, lo que me parece más magnético es su personalidad, sus pocas palabras, su pose de chico malo, su media sonrisa, su mirar hacia abajo en el escenario y su estilo de vida autodestructivo. Reconozco un reflejo de Chet Baker dentro de mí mismo, envidio su forma salvaje, romántica, egoísta, irreflexiva y rebelde de encarar la vida, pero también siento su inseguridad, sus ganas de agradar y su necesidad de recibir amor constantemente. Conozco la sensación rara y reconfortante que produce a veces la tristeza y el placer de dejarse llevar hacia algo que sabes que no te conviene pero que tapa el dolor de existir, de envejecer y de dejar atrás. Cada uno llenamos ese vacío existencial a nuestra manera, cada uno sobrevivimos como podemos y construimos un discurso propio que justifique nuestro paso por este mundo. Creo que todos tenemos algo de Chet Baker y eso es lo que eleva a un trompetista excepcional a la categoría de personaje icónico, de mito. Tres décadas después de su muerte, Chet Baker me ha seducido a mí también.
Documental Completo Let’s get lost: