Hace ya más de siete años que comencé a bailar. Nunca antes había bailado nada, tal vez algún pasodoble con mi abuela en las fiestas de mi pueblo. Mi vida hasta ese día consistía básicamente en ir a trabajar a algún proyecto en mi puesto de Jefe de Obra, visitar el tajo, redactar informes, realizar cálculos y volver a Pamplona a tiempo para ir al gimnasio. Me gustaba ir al gimnasio; mi vida social a diario, de hecho, consistía en ir al gimnasio y charlar con el grupo de amiguetes que tenía ahí. De ahí a casa, con mi pareja, los capítulos de la serie que tocara ese día (no había Netflix) y a la cama y vuelta a empezar. Los fines de semana solía marcharme a Burgos o a Aranda para estar con mi familia y amigos de siempre.
Todos los que lo hayan vivido sabrán que hacer amigos en el norte no es fácil. Y más cuando has pasado los 30 y todo el mundo empieza a tener una vida más casera, o a formar su pequeña familia y el poco tiempo que queda es para dedicarlo a los amigos de toda la vida. Cómo echaba en falta mi vida en Madrid con veintitantos, o mis años de estudiante. Nunca estaba solo, siempre rodeado de gente en mi misma situación, abierta a hacer nuevas amistades, a jugar un partido de fútbol, o a tomar unas cañas de esas que se alargan los viernes por la noche.
Durante un viaje con Gloria a Estados Unidos, vi a gente bailando algo que era nuevo para mí, que pensaba que sólo se bailaba en las películas. Aunque nunca había considerado la idea de apuntarme a bailar (siempre había pensado que el baile no era para mí), lo cierto es que esa música me producía unas ganas de bailar increíbles. Digamos que de alguna manera, me veía bailándolo.
Y me enamoré. Me enamoré del Swing.
Una vez de vuelta en Pamplona me apunté a clases de Lindy Hop. Recuerdo que tardé dos clases en conseguir hacer el Charleston de ocho tiempos. Pero la música era guay. El Lindy Hop acababa de llegar a Pamplona y éramos cuatro gatos en las clases. Allí conocimos a Santi y Elena. Desde aquel día, nunca más volví a sentirme solo. Todos los jueves, nos íbamos a bailar al Liverpool. A veces éramos hasta diez o doce personas, aunque lo más normal es que coincidiéramos tres o cuatro parejas. Pero no fallábamos, porque lo mejor de todo no era bailar, que lo hacíamos fatal, era coincidir con gente maja, más o menos en la misma situación que yo, más o menos de la misma edad. Y allí nos tomábamos unas cervezas, practicábamos un poco y nos contábamos la vida.
Fuimos creciendo, más gente, más diversión. Y de repente ya tenía mi propia cuadrilla, la cuadrilla del Swing. Nos lo pasábamos genial. Poco a poco empezamos a salir de Pamplona y con la excusa de un festival de Swing nos íbamos de viaje en grupo a Barcelona, a Zaragoza, a Vitoria o a Madrid. Lo importante no era bailar, que también molaba, por supuesto, lo importante era hacer cosas con la gente, reservar un apartamento para todos, ir a cenar de pinchos, darlo todo en las fiestas hasta el final… luego a la vuelta ya teníamos historias en común que contar y pasos que practicar. En aquel entonces mis amigos en Facebook subían como la espuma, de cada festival me traía nuevos contactos. Con algunos no volví a coincidir, con unos pocos hice muy buenas migas, como con Nagore, a quien conocí en una Barswingona, o como con Ana, una de mis mejores amigas a día de hoy, con la que paso horas muertas hablando de chorradas y con la que mejor me entiendo bailando.
En 2013 fuimos a Herräng por primera vez. Esto en realidad es una especie de campamento de verano para adultos en el que te transformas en niño. Es en Suecia. Es muy loco cuando empiezas a irte de vacaciones a sitios para bailar. Bailar con gente de países tan lejanos como Corea del Sur, Sudáfrica, Estados Unidos… conocer gente nueva, gente con la coincidirás, a posta o no, en alguno de los festivales a los que acudimos en los siguientes años por toda Europa. Gente a la que puedes llamar o escribir si te encuentras sin plan en casi cualquier lugar del mundo.
En Pamplona ya éramos un grupo muy chulo y hacíamos muchas cosas además de bailar: Marcos, Ainara, Raúl, Santi, Elia, Ibón, Vero, Rodri, Pati, Diego… qué pena me dio despedirme de ellos cuando me tuve que mudar por trabajo a Edimburgo. Me hicieron una fiesta sorpresa, con cena y todo. Y se hicieron caretas con una foto de mi cara, a lo despedida de soltero. Cada vez que volvía de Edimburgo a pasar un finde a España, lo hacía coincidir con un festival de Swing, porque además de aprovechar para bailar a tope y ver a mi novia, allí nos encontraríamos todos o casi todos otra vez….
Aterricé en Edimburgo un martes gris de invierno. Las primeras semanas me quedé en casa de un colega de mi grupo de la Uni, pero él normalmente se volvía a España cada fin de semana, por lo que parecía que me iba a dar tiempo a viajar por mi cuenta bastante… pero recuerdo que el primer domingo que estuve allí, sin plan alguno, me dejé caer por una fiesta de Balboa. Yo nunca había bailado Balboa, pero allí me enteré un poco de los días en los que se bailaba Lindy, los días en los que se bailaba Blues, y empecé a conocer poco a poco a la gente. Hablábamos en inglés pero no era problema. En seguida me hice un huequecito, en seguida me invitaron a ir con ellos a festivales, a dar alguna clase, a practicar, a comer, a ver una peli… Gracias al Swing, conocí a gente nueva, de diferentes países, también gracias al swing conocí también a más españoles, en la misma situación que yo, expatriados y lejos de casa. Aún conservo amigos de esa época… Leti, Sigga, Chiara, Irene, Lauren…
Cuando año y medio después volví a Pamplona, no tenía trabajo, el empleo en el sector de la construcción estaba parado. Yo sí que estaba parado. También Andrés, con quien quedaba a veces para ir a la piscina o para tomar una caña. Juntos terminamos pariendo Big Kick, en 2015 y nos pusimos a dar clases en Pamplona y en Logroño, pero ya es otra historia…